Aquel día
pasó algo que no voy a olvidar. Fue una tarde de noviembre, a eso de las tres.
Con el Ñato y Julián andábamos dando vueltas por el barrio, del otro lado de la
calle, para ver que podíamos conseguir. Estábamos sin un mango y siempre algún
pibe salía a la calle en medio de la siesta y esa era nuestra oportunidad.
A pesar de
que andábamos armados, todos sabíamos que era solo para asustar, para que
cualquiera a quien encaráramos nos diera lo que tenía sin discusión.
Ese día el
barrio estaba tranquilo. Demasiado diría. Así que después de unas cuantas
vueltas sin éxito, nos paramos frente a una ventana desde la que se veía como
una familia terminaba de almorzar y levantaba la mesa en un clima tranquilo.
Nos quedamos
un largo rato mirando, entretenidos con la visión de esos pibes con sus padres
en un clima familiar de risas y complicidad que nosotros prácticamente
desconocíamos. Estaba distraído viendo como el padre le daba un abrazo al mayor
de los hijos, cuando el Ñato dijo
-“Está la
puerta abierta, vamos a entrar”
Sin dudar un
instante, saltó por arriba de la puerta de rejas de la entrada y sacó la traba,
invitándonos a pasar. Julián pasó de una y yo dudé, pero el Ñato me dijo:
-“Dale, no
seas cagón. No va a pasar nada”
Pasé sin pensar más. Siempre que el Ñato decía
que no iba a pasar nada, no pasaba nada.
Nunca
habíamos entrado a una casa. Una sola vez a un kiosco, pero fue un segundo y
salimos corriendo antes de que nadie se diera cuenta.
Recorrimos
despacito el espacio que quedaba hasta la puerta abierta y casi sin hacer ruido
aparecimos en la cocina en la que la madre lavaba los platos. A su lado, la
hija mujer de unos quince años, le iba agarrando las cosas, las secaba y las dejaba sobre la mesa. Un poco más allá,
el padre intercambiaba comentarios de futbol con el hijo de unos diecisiete o
dieciocho años.
Sentí un
estruendo que me sobresaltó y en un abrir y cerrar de ojos vi al Ñato que estaba
apuntando a la chica. Todo quedó en silencio por un instante. El ruido que había
escuchado era del plato que se deslizó de las manos de la madre al ver a Julián
a su lado con un arma y a su hija, un poco más allá, con un revólver en la
cabeza.
Ese momento
fue como una eternidad. Como si se hubiese detenido el tiempo y todos quedamos
mirándonos sin emitir sonido alguno. Hasta que el Ñato gritó mirando al padre:
-“Dame toda
la guita o la quemo”.
Ese grito me electrizó. Recién ahí me di
cuenta que esto era distinto. Pero no pude hacer nada más que quedarme quieto
observando lo que pasaba a mí alrededor.
La madre
lloraba y le pedía por favor al Ñato que no le haga nada a la hija. Julián sostenía
el brazo de la madre mientras la apuntaba y les ordenó al padre y al hijo que
se sentaran a la mesa.
El Ñato
insistió al padre
-“Dame la
guita, toda la guita ya”
Al contrario
de lo que pensé, el padre muy tranquilo le dijo:
-“No tengo
un mango pibe, ¿qué guita querés que te dé?”.
Julián llevó
a la madre a la mesa, mientras el Ñato seguía apuntando a la hija que estaba pálida
y temblaba. En un acto sin aviso, Julián agarró de los pelos al pibe y lo llevó
a empujones al lado de la hermana que decía en voz bajita
- “No, por
favor no”
Yo miraba,
cada vez un poco más asombrado de lo que estaba pasando. Los dos hijos ahí,
delante de los padres, cada uno con un arma en la cabeza.
Sin darme
cuenta, le dije al padre:
-“Dale la
plata, no dejes que los lastimen”
El chico
miraba al padre y le suplicaba que le diera la plata así se iban.
Nuevamente
el padre habló:
-“Ustedes
están equivocados, acá no hay plata. Mejor váyanse antes de que venga la
policía”
El Ñato
estaba indignado con la tranquilidad del padre y se iba poniendo nervioso. Yo,
que lo conozco desde hace mucho, empecé a temer que se le escapara un tiro,
porque noté un leve temblor en la mano.
La chica
empezó a moverse un poco y le dijo al Ñato
-“Me siento
mal”
La miré,
estaba más pálida todavía y cada vez temblaba más. Parecía que se iba a
desmayar en cualquier momento. El hermano le seguía diciendo al padre que por
favor les de todo.
La madre no
dejaba de llorar y le rogaba al padre que les dé todo de una vez, mientras nos
decía a nosotros que por favor no los lastimáramos.
Pasado un
momento, y sin saber bien porque, me acerqué de dos pasos a la mesa, saqué el
revolver de juguete que siempre llevo para asustar, y se lo puse en la cabeza
al padre gritándole
-“Danos toda
la guita o te quemo hijo de puta”
Fue un
segundo, pero todo otra vez se quedó en silencio. Hasta el llanto de la madre
se detuvo y todos nos quedamos mirando al padre que enmudeció, se puso pálido, más
que la hija, y sin mediar palabra se levantó y abrió un cajón de la mesada. Yo
apreté más fuerte el revolver en su sien cuando se movió, por el sobresalto de
que se me escapara de las manos, y fue en ese momento que el hombre giro hacia mí
y me entrego un sobre lleno de billetes y algunas monedas que al caer hicieron
bastante ruido.
-“Acá está
el sueldo que cobré hoy. No tengo más. Está todo ahí”
El Ñato pegó
el tirón y me sacó el sobre de las manos. Miró un poco por arriba y dijo
-“Es cierto,
hay bastante guita acá. Vamos”
-“Ustedes se
quedan ahí sentaditos. No se muevan ni hagan nada hasta que nos hayamos ido”
Acto seguido
los tres encaminamos hacia la puerta. Pude entrever que afuera el barrio seguía
tan quieto como cuando entramos a la casa.
El Ñato salió
primero, atrás Julián apuró el paso y yo empecé a caminar. Pero sin ningún
aviso me di vuelta y en dos trancos me acerqué de nuevo al padre. Lo mire a los
ojos y me miró. Entonces saqué el cuchillito ese que tengo en el bolsillo por
las dudas y sin pensarlo dos veces, se lo clavé bien profundo en la pierna.
Salí corriendo. Julián me estaba esperando con
la puerta abierta y se quedó paralizado cuando vió lo que había hecho. El Ñato
gritó que corramos y los dos lo seguimos sin chistar.
Cuando estuvimos
a salvo, ya nuevamente del otro lado de la calle, nos metimos por los pasajes
de nuestro barrio donde los pibes se estaban fumando un faso y ni siquiera se
dieron vuelta a mirarnos.
Después de
un rato largo de estar en silencio los tres, Julián sin levantar la vista me
dijo
-“¿Que
hiciste Negro?”
El Ñato no dijo nada. Solo levantó la cabeza y
me miró fijo, como esperando una respuesta. Yo me quedé un rato en silencio. No
podía sacarme de encima esa sensación rara y la cara de los hijos de ese hombre
que solo mostraban desesperación.
Al final de
un rato dije bajito
-“¿Qué clase
de padre es él que le importa más su vida que la de sus hijos?”
Entonces
levanté la vista y los miré a los dos que casi no habían escuchado mi susurro y
les tiré
-“Debería
haberlo matado, Para que aprenda!”
Todos nos
quedamos en silencio nuevamente. Ya estaba anocheciendo cuando cada uno se
enfilo para su casa. Nunca volvimos a hablar de esa tarde.